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A lo largo de la historia, las personas se han establecido a la orilla de ríos o lagos, donde han construido sus ciudades. En la mayoría de los casos, los cursos traían agua limpia y se llevaban la contaminación. A medida que una ciudad iba creciendo, su necesidad total de agua limpia y el vertido de agua contaminada crecía con ella. En la edad media, casi todos los ríos europeos que fluían por una ciudad hacían las veces de sistema natural de alcantarillado. Tras la industrialización, a partir del siglo XVIII, los ríos también empezaron a recibir los contaminantes emitidos por la industria. Aquellos que no tenían acceso a un pozo tenían que extraer agua del río, una labor diaria engorrosa que llevaban a cabo, sobre todo, mujeres y niños.
Las aguas residuales que escurrían calle abajo y una mayor densidad de población se tradujeron en una rápida propagación de enfermedades que podían tener efectos devastadores en una ciudad, tanto en su población como en su economía. Una ciudad saludable exigía contar con unos trabajadores sanos, lo que era esencial para la prosperidad económica. En vista de ello, la inversión en un sistema público de gestión de aguas no solo resolvió los problemas de salud derivados de la contaminación del agua, sino que también eliminó las pérdidas económicas debidas a la enfermedad de la población trabajadora, aparte de liberar el tiempo que anteriormente se dedicaba a acarrear el agua.
Estos servicios públicos no constituyeron una novedad. El reconocimiento de que el acceso a un agua limpia es fundamental para la salud pública y la calidad de vida se remonta a miles de años. Hace unos 4 000 años, los antiguos habitantes de la Creta minoica utilizaban ya canalizaciones subterráneas de arcilla para el suministro de agua y el saneamiento e incluso disponían de un retrete de descarga, según se descubrió durante las excavaciones del palacio de Knossos. Otras civilizaciones antiguas de todo el mundo construyeron instalaciones sanitarias similares a medida que sus ciudades crecían y se enfrentaban a problemas similares.
En la actualidad, la importancia del acceso al agua potable y al saneamiento se integra en los Objetivos de Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas, concretamente en el Objetivo 6: «Garantizar la disponibilidad de agua y su gestión sostenible y el saneamiento para todos». A los países europeos les va relativamente bien en este ámbito. En la mayoría de los países europeos, más del 80 % de la población total está conectada a un sistema público de suministro de agua.
A pesar de las inversiones en infraestructuras y de las mejoras tecnológicas, la gestión del agua de una ciudad, tanto de entrada como de salida, sigue siendo una tarea tan compleja como antes, que presenta, no obstante, nuevos problemas.
En muchas ciudades, el problema se refiere a las ingentes cantidades. Cada vez más personas necesitan y consumen más agua. En la actualidad, unas tres cuartas partes de la población europea viven en ciudades y zonas urbanas. Algunas de estas ciudades congregan millones de habitantes en una superficie relativamente pequeña. En el pasado, el tamaño de una ciudad dependía principalmente de la disponibilidad de recursos hídricos cercanos. Muchas ciudades europeas, incluidas Atenas, Estambul y París, recurren actualmente a fuentes de agua lejanas, que en ocasiones se encuentran a 100 o 200 kilómetros de distancia. Este trasvase del agua puede tener efectos negativos en los ecosistemas dependientes del río o lago de que se trate.
Dependiendo del tamaño de la red pública de abastecimiento, la tarea de suministrar agua limpia y recoger agua residual requiere una red de estaciones de bombeo que pueden consumir grandes cantidades de energía. Si esta electricidad la generan centrales eléctricas que utilizan combustibles fósiles como el carbón y el petróleo, las redes públicas de agua podrían ser responsables de la emisión de cantidades importantes de gases de efecto invernadero y contribuir así al cambio climático.
El agua de la red de suministro público debe ser de mayor calidad que la de cualquier otro sector, ya que se utiliza para beber, cocinar, ducharse y lavar ropa o vajilla. En Europa se suministra un promedio de, 144 litros de agua dulce por persona y día para el consumo doméstico, excluida de este cómputo el agua reciclada, reutilizada o desalinizada. Se trata de una cantidad casi tres veces superior a los requisitos de agua establecidos para satisfacer las necesidades humanas básicas. Lamentablemente, no toda el agua suministrada termina utilizándose.
Las modernas redes públicas de agua consisten en interminables canalizaciones y sistemas de bombeo. Con el tiempo, las canalizaciones se rompen y se producen fugas. Puede llegar a «perderse» hasta un 60 % del agua debido a fugas en la red de distribución. Un orificio de tres milímetros de ancho en una tubería puede ocasionar una pérdida de 340 litros de agua al día, lo que equivale aproximadamente al consumo de un hogar. Reparar las fugas puede generar importantes ahorros de agua. En Malta, por ejemplo, el consumo actual de agua municipal se sitúa en torno al 60 % de su nivel de 1992 y esta impresionante reducción se ha logrado principalmente gracias a la gestión de las fugas.
También se desperdicia agua en el extremo de la canalización. Las autoridades y las empresas de suministro de agua pueden adoptar diversos planteamientos, entre los que se incluye la adopción de políticas de fijación del precio del agua (a través, por ejemplo, de la imposición de gravámenes o recargos sobre su consumo), el fomento del uso de dispositivos de ahorro de agua (por ejemplo, en duchas o grifos, en lavabos) o el desarrollo de campañas de educación y concienciación.
Una combinación de medidas —políticas de precios para ahorrar agua, reducción de las fugas, instalación de dispositivos de ahorro de agua y de electrodomésticos más eficientes— podría contribuir a lograr un ahorro de hasta el 50 % del agua extraída. El consumo podría reducirse a 80 litros por persona y día en toda Europa.
Estas mejoras potenciales no se limitan a la cantidad de agua disponible, sino que el ahorro de agua también ahorra la energía, lo que es aún más importante, y los demás recursos utilizados para extraerla, bombearla, transportarla y tratarla.
Cuando sale de nuestros hogares, el agua está contaminada por residuos y productos químicos, incluidos los fosfatos utilizados en productos de limpieza. Las aguas residuales se recogen primero en un sistema de recogida de aguas residuales y, posteriormente, se tratan en un centro designado con objeto de eliminar los componentes nocivos para el medio ambiente y la salud humana.
Al igual que el nitrógeno, el fósforo actúa como fertilizante. El exceso de fosfatos en las masas de agua puede dar lugar a un crecimiento excesivo de determinadas plantas acuáticas y de algas. Ello agota el oxígeno en el agua y asfixia a otras especies. Reconociendo tales efectos, la legislación de la UE establece unos límites estrictos en cuanto al contenido de fósforo de diversos productos, incluidos los detergentes domésticos, lo que ha dado lugar a mejoras sustanciales a lo largo de las últimas décadas.
La proporción de hogares conectados a instalaciones de tratamiento de aguas residuales varía en Europa. En Europa central ([1]), por ejemplo, el índice de conexión es del 97 %. En los países de Europa meridional, sudoriental y oriental, suele ser inferior, aunque a lo largo de los últimos diez años ha aumentado hasta alcanzar el 70 %. A pesar de las mejoras significativas logradas en los últimos años, en torno a 30 millones de personas siguen sin estar conectadas a plantas de tratamiento de aguas residuales en Europa. No estar conectado a una planta de tratamiento colectivo no significa necesariamente que todas las aguas residuales se liberen al medio ambiente sin tratamiento. En zonas escasamente pobladas, los costes de conexión de las viviendas a una planta de tratamiento colectiva podrían ser significativamente mayores que los beneficios generales y las aguas residuales de tales viviendas pueden tratarse en pequeñas instalaciones que garanticen una gestión adecuada.
Una vez depurada correctamente, el agua usada puede ser devuelta a la naturaleza, donde puede reabastecer ríos y aguas subterráneas. Sin embargo, ni siquiera las plantas de tratamiento más avanzadas pueden ser capaces de eliminar completamente determinados contaminantes como, por ejemplo, los microplásticos y los nanoplásticos que se utilizan a menudo en productos de cuidado personal. No obstante, un análisis reciente de la AEMA indica que los ríos y lagos situados en zonas urbanas europeas están cada vez más limpios gracias a las mejoras logradas en los proyectos de tratamiento y restauración de aguas residuales.
Una alternativa consiste en reutilizar directamente el agua después de su tratamiento pero, hasta la fecha, solo se reutiliza anualmente un volumen aproximado de mil millones de metros cúbicos de aguas residuales urbanas tratadas, lo que equivale aproximadamente al 2,4 % de los efluentes de aguas residuales urbanas tratados o a menos del 0,5 % del volumen anual de agua dulce extraída en la UE. Reconociendo los posibles beneficios de reutilizar el agua, la Comisión Europea propuso en mayo de 2018 nuevas normas para estimular y facilitar la reutilización del agua en la UE para el riego agrícola.
También hay que mencionar el problema de gestionar la demanda adicional de agua. Muchas capitales y ciudades costeras europeas son destinos turísticos populares. Para ilustrar la magnitud de este problema, consideremos el ejemplo de la región de París. En 2017, los poderes públicos tuvieron que suministrar agua limpia y tratar las aguas residuales no solo de los 12 millones de habitantes sino, también de los cerca de 34 millones de turistas. De hecho, a los turistas corresponde en torno al 9 % del consumo total anual de agua en Europa.
En algunos casos puede darse una combinación de factores. Barcelona es una ciudad de aproximadamente 1,6 millones de habitantes situada en un entorno natural en el que el agua escasea. Según el Ayuntamiento de Barcelona, en 2017 visitaron la ciudad 14,5 millones de turistas. Varios años consecutivos de grave sequía desencadenaron en 2008 una crisis hídrica sin precedentes. Antes de la temporada de verano, los embalses de la ciudad estaban apenas al 25 % de su capacidad. Aparte de las campañas de sensibilización pública y de la adopción de recortes drásticos del consumo, Barcelona se vio obligada a importar agua de otras partes de España y de Francia. En mayo, los buques que transportaban agua dulce comenzaron a descargar su preciosa carga en el puerto.
Desde entonces se han tomado numerosas medidas. La ciudad ha invertido en plantas de desalación, está invirtiendo en agua reutilizada y ha elaborado un plan para ahorrar agua. A pesar de estas medidas, la escasez de agua sigue amenazando Barcelona y generando consecuentemente un debate público. Las proyecciones del cambio climático para la región mediterránea prevén más episodios de calor extremo y cambios en los niveles de precipitaciones. En otras palabras, muchas ciudades mediterráneas tendrán que lidiar con más calor y menos agua.
No tener suficiente agua puede ser bastante dañino, pero recibir demasiada puede ser desastroso. En 2002, Praga sufrió inundaciones devastadoras en las que 17 personas perdieron la vida y 40 000 tuvieron que ser evacuadas. Los daños totales sufridos por la ciudad ascendieron a 1 000 millones de euros. Desde ese desastroso acontecimiento, la ciudad ha invertido mucho en desarrollar un sistema de defensa contra inundaciones más fiable, basado principalmente en «infraestructuras grises»: estructuras artificiales a base de hormigón, como barreras fijas y móviles y válvulas de seguridad en la red de canalización a lo largo del curso del río Moldava. El coste total estimado de estas medidas ascendió a 146 millones de euros hasta 2013, pero un análisis de rentabilidad puso de relieve que los beneficios serían mayores que los costes aun cuando solo se produjera un suceso como el de 2002 a lo largo de los próximos 50 años.
Praga no constituye un caso aislado de ciudad amenazada por inundaciones fluviales. De hecho, según una estimación aproximada, el 20 % de las ciudades europeas se expone a dicho peligro. El sellado del suelo en zonas urbanas (es decir, la cobertura del suelo con infraestructuras como edificios, vías y aceras) y la transformación de humedales en terrenos destinados a otros fines reducen la capacidad de la naturaleza de absorber el exceso de agua y, por tanto, aumentan la vulnerabilidad de las ciudades frente a las inundaciones. Aunque llevan utilizándose siglos, las infraestructuras grises pueden ser en ocasiones insuficientes e incluso perjudiciales, sobre todo porque el cambio climático trae consigo un clima más extremo que puede dar lugar a elevados niveles de inundación. Además, son muy costosas y pueden incrementar el riesgo de inundaciones aguas abajo. Trabajar con elementos naturales del paisaje (a los que en los círculos políticos se denomina a menudo «soluciones basadas en la naturaleza» e «infraestructuras verdes»), como llanuras aluviales y humedales, puede ser más barato, fácil de mantener y, ciertamente, más respetuoso con el medio ambiente.
Copenhague es otra ciudad donde el exceso de agua ha causado problemas en el pasado. En este caso no se trató de inundaciones sino de intensas lluvias. Cuatro episodios de lluvia intensa han causado estragos en Copenhague a lo largo de los últimos años. El más importante de ellos se produjo en 2011 y el coste de los daños se disparó hasta los 800 millones de euros.
En el marco del plan de gestión «Cloudburst» de Copenhague, adoptado en 2012, se evaluaron los costes de diversas medidas. Una mayor inversión en la red de alcantarillado no solucionaría por sí sola los problemas, ya que el importe necesario sería muy elevado y la ciudad seguiría inundándose Según el plan, funcionaría mejor una combinación de «infraestructuras grises» tradicionales y soluciones basadas en la naturaleza. Aparte de una ampliación de la red de alcantarillado de Copenhague, se están ejecutando alrededor de 300 proyectos, con plazos que finalizan hasta en 2033, centrados en una mejor retención y drenaje del agua. Entre ellos se incluyen la provisión de más espacios verdes, la restauración de cursos de agua, la construcción de nuevos canales y la creación de lagos.
Ya sea para asegurar un suministro fiable de agua limpia, tratar las aguas residuales o prepararse para inundaciones o periodos de escasez, está claro que administrar agua en una ciudad requiere una planificación y una previsión adecuadas.
([1]) A efectos de las estimaciones expuestas, se hace uso de las siguientes agrupaciones: Europa central consta de Austria, Bélgica, Dinamarca, Alemania, Luxemburgo, Países Bajos, Suiza y Reino Unido; Europa meridional consta de Grecia, Italia, Malta y España; Europa sudoriental consta de Bulgaria, Rumanía y Turquía y Europa oriental consta de la República Checa, Estonia, Hungría, Letonia, Lituania, Polonia y Eslovenia.
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